Por qué le digo sí a la educación sexual de mis hijas

superhero-1043231_1280

Leonardo era un muchachito espigado, de cabello oscuro, que emulaba al Zorro con una espada imaginaria en el patio de mi preescolar. O al menos ese es el recuerdo borroso que tengo del primer niño que hizo latir rápido mi corazón hace más de 40 años.
Yo tenía unos 4 o 5 años. Creo que jamás notó mi presencia y seguro que nunca nos hablamos, pero me encantaba.
Esa es mi memoria más remota sobre mi identidad de género: me reconocía como una niña y también sabía que me gustaban los varones. Pero eso lo sé ahora porque durante mi infancia y mi adolescencia mis padres nunca me hablaron de sexo.
Todavía jugaba con peluches y paseaba en bicicleta por mi vecindario cuando me sorprendió mi primera menstruación una semana antes de cumplir 10 años. Pensé que me pasaba algo grave cuando desperté mojada con una sustancia pegajosa, después de pasar la noche sudando frío con unos terribles retortijones en las tripas. Mi malestar se transformó en desespero cuando fui al baño y vi mi ropa interior chorreada de sangre.
Sentí mucho miedo y salí corriendo a llamar a mi mamá. Pero el acontecimiento la agarró completamente desprevenida y en lugar de calmarme y explicarme lo que me sucedía, me abrazó fuerte y también se lanzó a llorar.
Luego de la conmoción inicial, mi mamá se calmó y me explicó que me había convertido en una “señorita”. Me ayudó a bañarme, buscó la toalla sanitaria más grande de este mundo y salí caminando como un pingüino, con la sensación de tener metida una almohada entre las piernas.
A los 10 años veía muy pocas ventajas de convertirme en mujer. No entendía por qué me dolían tanto los pezones, que de paso ya no podía disimular porque coronaban unos senos que crecían como naranjas. Odiaba los vellitos que poblaron mis axilas y mi pubis y que no me atrevía a eliminar por temor a cortarme con la afeitadora de papá. Me aterraba la idea de manchar la falda del colegio y quedar en evidencia delante de todo el salón. Detestaba los agobiantes dolores de vientre y luego faltar unos días a mis prácticas de natación porque ignoraba la existencia del tampón. Y ni les cuento la rabieta que agarraba cuando mi hermano mayor me estiraba la liga del brassier para usarla como una honda sobre mi espalda.
Mi mamá siempre estuvo pendiente de mí. Me compró tres sostencitos blancos que usaba como una penitencia. Me enseñó a rasurarme y a usar desodorante. Lavaba mi ropa interior de tal manera que nunca quedaba ni un atisbo de mancha. Y censuraba con vehemencia las burlas de mi hermano.
Pero de sexo nunca hablamos. No le pregunté el motivo de tantos cambios y ella tampoco me los explicó. Y no la culpo porque seguramente no sabía cómo hacerlo.
A los 13 años ya había completado mi desarrollo físico y las hormonas parecían miles de hormigas que correteaban dentro de mi cuerpo. Sin darme cuenta dejé de ser la niña desaliñada que nunca le gustaron las muñecas y me convertí en una adolescente coqueta que se pintaba las uñas y soñaba con salir a bailar a una fiesta.

josc3a9-luis-rodrc3adguez-y-mayra-alejandra
Sobre sexo aprendí de las telenovelas, de las conversaciones con las amigas y de mis propias experiencias.
Y no tengo arrepentimientos. Pero hubiera sido genial si en la escuela hubiéramos discutido de manera supervisada sobre los cambios que nuestros cuerpos, sobre las verdades y los mitos de la menstruación, del embarazo, de la virginidad. Hubiera sido bueno escuchar a un adulto explicar las consecuencias del sexo sin protección o cómo reaccionar al hostigamiento o los avances sexuales no deseados.
Hoy tengo dos niñas de 6 y 8 años a las que les respondo todo lo que desean saber sobre sexo. Ya superamos la etapa en la que preguntan de dónde vienen los bebés, por qué mamá tiene pelitos y yo no, por qué a papá le guinda eso entre las piernas y ahora vamos avanzando hacia interrogantes más complejas.
No evado mi responsabilidad de ser el pilar de la educación sexual de mis hijas pero estoy convencida de que la escuela y el estado también tienen que cumplir un papel importante en esa formación, que va mucho más allá de explicar el coito y que tiene mucho más que ver con la formación de su identidad, de su autoestima, de su responsabilidad personal y de su capacidad de decidir cuando no están mamá y papá.

teenage-pregnancies-too-much-too-young-20120910
En Panamá, 4.880 adolescentes entre los 10 y los 19 años quedaron embarazadas en los primeros 5 meses del 2016, según el Ministerio de Salud pero hay quienes se oponen a un proyecto de ley que propone políticas de salud sexual y reproductiva. También se oponen a unas guías de educación sexual dirigidas a maestros y estudiantes de primaria y secundaria, argumentando que son documentos importados que atentan contra la moral y la inocencia de los niños.
Me pregunto qué piensa hacer la sociedad panameña para evitar que 40 niñas se embaracen diariamente en un país que no llega a 4 millones de habitantes o para impedir que el SIDA sea la tercera causa de muerte de la población entre 19 y 24 años si no poseen un marco legislativo y educativo que afronte la situación como un problema de salud pública.
Hace unos días una jovencita con uniforme escolar de unos 11 años se montó en un autobús y saludó cariñosamente al conductor, quien rápidamente le cedió el volante a un ayudante y se fue a sentar a la última fila para sobar y besuquear a la muchachita, todo ante el silencio y complicidad de los pasajeros adultos que veían la escena. El incidente, relatado por una persona que iba en el colectivo, muestra la doble moral reinante en nuestras sociedades.
Otra gran hipocresía es la exclusión de las jóvenes embarazadas de los colegios, como si tuvieran una enfermedad infecciosa, mientras que la pareja sexual de la niña se lava las manos como si la hubiera preñado el Espíritu Santo. Los colegios están muy preocupados por  guardar sus apariencias pero al negar la educación condenan a esa madre adolescente y a su hijo a la pobreza.
Mi deseo es preparar a mis hijas desde ahora para lo inevitable: dejarán de ser niñas y vivirán muchos cambios antes de transformarse completamente en mujeres. Y desearía que afronten las metamorfosis bien informadas, con la educación que les doy en casa y con todo lo que puedan aprender en el colegio. Porque estoy clara que internet y los amigos serán una fuente de información no siempre creíble pero constante en asuntos de sexualidad.
El hecho de que los panameños estén en las calles discutiendo el tema es un paso positivo. Unos están a favor y otros en contra. Pero  hay movimiento. Yo creo que la educación sexual es una responsabilidad compartida entre las familias y el estado que no podemos postergar en ninguna parte del mundo.
No estoy dispuesta a criar a mis hijas con los mismos tabúes con los que crecimos mis abuelos, mis padres, mi esposo y yo en pleno siglo XXI. Ellas merecen mucho más.

Mariángela Velásquez

Xenofobia: la hiel que todo lo pudre

no-a-la-xenofobia

La xenofobia en el mundo está a flor de piel. Había intentado no darme por enterada del asunto aunque a mí alrededor he escuchado comentarios y visto actitudes con una hostilidad velada o abierta hacia los extranjeros.

Uno de los motivos de mi aparente indiferencia era de mera supervivencia. No deseaba ponerme a la defensiva todas las veces del día en que escuchaba a una cajera de un supermercado, a un policía, o algún interlocutor expresarse con recelo de los que no somos panameños.

Como inmigrante he practicado una especie de credo personal en el que intento no juzgar a las personas por su nacionalidad. A mis amigos no los escojo por el lugar donde nacieron o crecieron, sino porque me gustan y tenemos valores afines. Intento cumplir las leyes al pie de la letra, intento no opinar de política o sobre temas sensibles que involucran la identidad de mis huéspedes. Estoy clara en que me asiste un derecho humano fundamental a la libertad de expresión pero prefería no abrir mi bocota para no meterme en problemas.

Aplaudo que mis hijas se integren completamente a la cultura local y me parece absolutamente normal que algún día ellas apenas recuerden su país de origen y quieran con locura el lugar donde se hicieron mujeres.

Pero esta mañana sentí en carne propia lo tóxico que es la xenofobia para el alma de todos los involucrados. Las ofensas toman otro matiz cuando el motivo del ataque es el prejuicio y el odio hacia tu nacionalidad. Allí lo que hay no es rechazo sino odio. Y cuando se odia no hay espacio para nada más.

La ofensa

Lo grave y lo triste de la xenofobia es que emerge en los lugares menos pensados. Mi desagradable incidente ocurrió este domingo en la mañana en la sala Anayansi del Centro de Convenciones Atlapa de Panamá, a donde fui con mis dos hijas pequeñas a ver un espectáculo musical infantil.

Al llegar, una joven muy educada y vestida con un traje oscuro tomó mis tres boletos y nos acompañó hasta nuestros asientos. Eran el 151, 152 y 153 de la fila X, en el sector que ellos denominan luneta 3. Para los que no conocen el teatro es el grupo de filas más alejado del escenario que se encuentra en el patio central.

Mi hija de 5 años me apretaba el brazo y me decía que no podía aguantar la emoción cuando apagaron las luces. Calculo que apenas un tercio de las sillas estaban ocupadas al inicio de la función. Entonces las jóvenes trajeadas de negro, que son las personas autorizadas para cuidar del orden y el protocolo de la sala, pidieron a todos los que estábamos sentados en el fondo que podíamos ocupar cualquier asiento disponible en el teatro.

Las mamás y las niñas corrieron en estampida a buscar una mejor ubicación. Yo lo dudé por un segundo porque nunca me ha gustado trasgredir ese tipo de normas. Simplemente no me siento cómoda. Pero ante la reacción general, tomé a mis hijas por las manos y nos mudamos a unos puestos vacíos a pocas filas de la tarima.

Acto seguido escuché a una mujer en la fila de atrás decirle a una amiga: «¡Esas seguro que son venezolanas!»

Quizás en otra circunstancia me hubiera quedado callada, pero sentí mucha rabia cuando vi que mis hijas me miraron con una carita de preocupación. La emoción por el inicio del espectáculo se esfumó y comenzó la batalla.

“Soy venezolana y no me estoy sentando aquí por viva sino porque nos dijeron que podíamos hacerlo”, respondí.

En ese momento me hervía la sangre por la alusión pero podía comprender la molestia de la mujer. Los asistentes de las primeras filas pagaron boletos de $60 dólares, unos $20 más de lo que costaron los tickets de las filas más retiradas. Entiendo que a los de las primeras filas no les parezca justo que repentinamente la zona VIP se llene de gente que no pagó por ese privilegio.

La mujer no se calmó con los trucos del mago que iniciaba el show. Insistía en que “tuviéramos la decencia de levantarnos del lugar porque su hija no veía y nosotros no habíamos pagado por esas butacas”. Se paró y se fue a discutir con las muchachas que autorizaron el cambio de puestos.

Total que apareció una supervisora de la sala y nos pidió que nos retiráramos hacia atrás. Debo aclarar que no me lo pidió solo a mí sino los que se habían sentado cerca de la mujer que armó el escándalo. Cuando me paré con mis hijas para sentarme nuevamente en las filas de atrás volví ver a la mujer beligerante. Es terrible sentir el odio en la mirada de un ser humano, en este caso de una madre que acompañaba a su hija a un espectáculo infantil. Pero lo peor fue haberla mirado con el mismo odio, con el mismo desdén, con las mismas ganas de no compartir el mismo espacio, ni respirar el mismo aire. Esa es la hiel que destila la xenofobia. Todo lo pudre, todo lo envenena.

Nunca supe cómo fueron los trucos del mago porque no vi ni uno. Luego no pude contener las lágrimas cuando se apagaron las luces y comenzó a sonar la música que tanto emocionó a mis chiquitas. Afortunadamente ellas disfrutaron y vieron el incidente como una simple confusión de puestos.

Pero allí no hubo confusión. Fue una muestra clara y abierta de xenofobia. A la mujer xenófoba no se le ocurrió pensar que en Atlapa siempre se arma un jaleo con los puestos, ni se abstuvo de sacar su cámara y tomar fotos cuando comenzó el espectáculo aunque repitieron varias veces que estaba terminantemente prohibido.  Cuando hay bajeza y mezquindad la culpa siempre la tiene el otro. Los extranjeros cargamos con las culpas propias y las ajenas, aquí y en cualquier parte del mundo.

Así que decidí que no me callo más las agresiones y el menosprecio, directo o indirecto, entre personas de distintas nacionalidades porque nos está haciendo mucho daño y tenemos que parar en seco un clima de hostilidad mundial que nos está quitando la humanidad. No me voy a calar a los venezolanos que se pasan el día criticando a los panameños sin ninguna intención de integrarse, pero no me quedaré callada ante situaciones como las que viví hoy.

Yo no quiero ser maltratada por ser venezolana, ni por ser mujer, ni por ser periodista. Ni mucho menos quiero maltratar a nadie por ser quien es. Es muy fácil decirlo, pero parece que el universo conspira por enfrentarnos. Si caemos en esa trampa, perdemos todos.

¿A quién le importa el peligro que corren los periodistas de provincia en Venezuela?

Patio interno de Alcaldía Mario Briceño Iragorry. Foto @fdeIrinconVZLA

Patio interno de Alcaldía Mario Briceño Iragorry. Foto @fdeIrinconVZLA

La imagen de una turba lanzando por un balcón a dos miembros de un equipo de prensa de una alcaldía se me ha quedado entre ceja y ceja. Una disputa por mejoras salariales. Ánimos caldeados. Forcejeos. Animosidad política. Periodistas malheridos y golpeados.

El 27 de junio se celebra el Día del Periodista en Venezuela.  Mis colegas margariteñas llaman a junio el mes de las patronales porque todo el que tiene alguna visibilidad  en el sector público o privado agasaja a los comunicadores sociales. Desde mi perspectiva cínica del mundo, lo veo como una repartición de migajas a un gremio subestimado y mal pagado, pero eso ya forma parte de otra historia.

Lo cierto es que si en el interior del país un periodista no se quiere morir de hambre tiene que trabajar para alguna de las pocas empresas que todavía tienen presupuesto para costear un departamento de comunicaciones o para el gobierno. La crisis de los medios es profunda. Las radioemisoras pagan mal, los periódicos malheridos por la falta de papel y de publicidad te sacan el jugo a cambio de un sueldo miserable y los medios digitales emergentes aún no han logrado el punto de equilibrio necesario para convertirse en una fuente de trabajo confiable.

La situación de los periodistas que laboran para las alcaldías tampoco es óptima. El sueldo no alcanza así que generalmente tienen otros dos empleos. Tampoco tienen estabilidad. A diferencia de los que logran un cargo en un ministerio, que les otorga los beneficios de ser empleado público, el personal de prensa municipal cambia el día de las elecciones. Forman parte de «los empleados de confianza» y su puesto es de libre remoción. Y ahora, para colmo, se ha convertido en un oficio de alto riesgo.

Ser empleado de confianza implica que trabajas para el alcalde. La gente te etiqueta para bien o para mal de acuerdo con la popularidad y la calidad de la gestión de tu jefe y , al final del día, te beneficias de las prebendas  o pagas los castigos.

No conozco los detalles del terrible hecho que ocurrió el miércoles 3 de junio de 2015 en la alcaldía Mario Briceño Iribarren del estado Aragua. Lo que sí sé es que el camarógrafo Alejandro Ledo y los periodistas Elena Santini y Pedro Torres estaban trabajando cuando fueron brutalmente agredidos por personas que no deseaban que se informara lo que ocurría en ese lugar. Y en un país donde la impunidad es absoluta, unos individuos apoyados por el gobernador psuvista Tareck el Aissami decidieron aniquilar al mensajero. Lanzar al vacío a los comunicadores fue la genial idea que se les ocurrió para resolver sus problemas y exigir sus reivindicaciones contractuales. Tengo que mencionar que al menos otros 10 empleados municipales sufrieron lesiones en el ataque.

Hoy Ledo yace en una cama con polifracturas y un edema craneal. Santini salió mejor librada con una fractura en el pie derecho, mientras que Torres tiene los huesos del cuerpo completos porque no lo echaron a volar pero su rostro recibió la furia de una golpiza.

Aquí hay que poner las barbas en remojo.  Los periodistas regionales somos más vulnerables porque tenemos menos visibilidad. Nadie conoce y a nadie le importa el destino de un periodista de una alcaldía de pueblo. Pero a mí sí. Son mis amigos y mis colegas.  Cierro los ojos e identifico a casi todos los colegas de los 11 municipios margariteños. Y a todos los veo en peligro, volando por las ventanas, si no nos movilizamos para parar en seco esta violencia que dejará sin hijos a Venezuela.

Notas sobre el verano panameño

Viví el verano panameño con testarudez. Y no podía ser de otra manera. El empecinamiento con que enfrento las adversidades de la vida se mantuvo incólume ante el sol omnipresente que desnudó los árboles y pintó de ocre los jardines de mi vecindario.

Mi duelo con el patio comenzó poco después de Navidad. Con la última gota de lluvia se marchó la vitalidad de los pinos y marañones que rodean mi casa y sus hojas fueron cayendo una a una sobre un pasto que primero perdió su verde intenso y luego  amenazó con convertirse en paja seca.

Salía con el alba rastrillo en mano y me esforzaba por librar al césped de la alfombra de restos vegetales que había dejado la noche. Pero la brisa era más fuerte que yo. Por cada hoja que recogía, otras diez caían al suelo sacudidas por el viento. Lo irónico es que sabía desde el comienzo que era una batalla perdida que no estaba dispuesta a abandonar.

Y así fue. Comenzaba y terminaba los días llenando bolsas enormes de hojas secas. Y al terminar, cambiaba el rastrillo por una manguera larga que garantizaba la supervivencia del verdor y de un pequeño huerto que me propuse levantar. Pasaba horas regando. Tempranito en la mañana y tarde en la noche intentaba hacerle una treta al sol a sabiendas de que me ganaría. Igual recogía las hojas y rociaba agua aunque al terminar tuviera que volver a empezar.

Al preguntarme por qué lo hacía,  llegué a pensar que era un llamado interior para imponer una primavera eterna en mi jardín, aunque la sequía y el calor se oponían. Los días transcurrían con victorias parciales entre el verano y yo hasta que llegó la lluvia para que hiciéramos las paces. Dos chaparrones hicieron lo que no logré en 4 meses con el pico nuevo de la manguera. Las hojas dejaron de caer y reapareció la hierba donde sólo quedaban raíces secas.

Esta semana  los árboles estrenaron follaje nuevo, los pericos festejaron enloquecidos en sus chácharas vespertinas, los ñeques se aventuraron a salir de expedición más allá de la reserva forestal  y las frutas que cuelgan de las plantas que me empeñé en mantener vivas casi terminan de crecer.

De mi combate con el verano me quedaron tomates, pimentones, auyamas, pepinos, maíz, perejil, rábanos y una piña que le entregué a la mamá de una querida amiga que me cedió este pedazo de paraíso.

Y en el pecho me quedó el arraigo, el equilibrio que me da la tierra, la conciencia de cuidar la semilla, el asombro de descubrir lo obvio y la testarudez suficiente para preparar de nuevo mis semilleros, comprar unas botas de lluvia ylanzarme sin titubeos a la lucha asimétrica que me darán los lodazales del invierno.

Mariángela Velásquez

20150217_19392120150217_19384820150120_17343920150131_12385720150127_12162620150217_19383920150131_123903

IMG_121920150319_08420920150319_08425120150131_123900IMG_1217IMG_1220IMG_1213

Mi vida a los 45

45

Si alguien me hubiera preguntado a los 15 cómo sería al cumplir 45, nunca me hubiera descrito como soy hoy, 7 de diciembre de 2014, el día en que cumplo 45 años.  Cuando era muchacha me imaginaba como una Christiane Amanpour criolla, una periodista intrépida, capaz de hacer cualquier cosa por informar de primera mano acontecimientos de repercusión mundial.  Además de exitosa, la mujer que proyectaba en mi cabeza conservaría la tersura de su rostro de niña,  la firmeza de su cuerpo de guitarra y la arrogancia de gigante en metro y medio de estatura.

Tres décadas más tarde, ninguna de esas fantasías se cumplieron y no me siento decepcionada por eso. He tenido el privilegio de descubrir el mundo como periodista, trabajando para empresas muy grandes, muy pequeñas o para mí misma, con la misma curiosidad del primer día. El romance entre el teclado y yo permanece intacto, aunque reconozco que lo he abandonado por largos períodos de silencio. Quiero seguir escribiendo con el placer que siento en este momento hasta que mi vida se apague.

Me miro al espejo, veo a la mujer madura que soy y me gusto. Mi cintura desapareció con los embarazos y nunca más volvió, pero no la extraño demasiado. Cada centímetro de mi piel, con sus estrías y pliegues, tiene historias que atesoro y que no cambiaría por un empaque a estrenar.  Los genes de la abuelita Aurora hicieron lo suyo, no sólo con los kilitos de más, sino también espantando las canas y las arrugas de mi rostro. Y cuando los cabellos blancos y las patas de gallina lleguen, espero aceptarlas sin complejos, como una realidad inexorable.

Si la Mariángela de 15 años pudiera describirme ahora diría que ve a una cuarentona con dos niñas que aún no se bañan solas,  que recién comienza un intento migratorio, en medio de una crisis económica mundial.

Para mi fortuna, la Mariángela que abrió los ojos esta mañana tiene 45 y no 15. Y la verdad es que me sentí la mujer más afortunada del mundo.  Me desperté amada por un hombre extraordinario, que me cuida y soporta mi malcriadez. Me desperté mamá de dos niñitas preciosas que se encaramaron en mi cama para llenarme de besos y felicitaciones. Me desperté con la certeza de que el dolor no mata, de que las heridas sanan, de que es posible comenzar de nuevo, de que mi familia y mis amigos son mi gran tesoro.

Si me piden hoy describir a la Mariángela de 65, no cambiaría nada. Quisiera abrir los ojos y estar rodeada de amor. Con eso basta.

Sobre la Patria

claudia banderasofia bandera

Mariángela Velásquez Melo

Noviembre es el mes de la Patria en Panamá.  La bandera azul, roja y blanca ondea en las ventanas de los carros, en los edificios públicos, en las plazas, en las fachadas de las casas.  Los alumnos de educación básica desfilaron por el Casco Viejo y la Cinta Costera, con sus uniformes impecables, mientras cientos de panameños salieron a las calles a conmemorar el nacimiento de su república tras la separación de Colombia el 3 de noviembre de 1903.

Como extranjera recién llegada, había vivido las festividades como espectadora. Eché un vistazo a los resúmenes de los discursos oficiales por YouTube  y escuché a panameños decir sentirse orgullosos de haber nacido en «un país pequeño con sueños de gigante».

Pero el asunto no me había llegado al alma hasta que mis hijas participaron en los actos protocolares de su colegio. Claudia y Sofía, de 6 y 4 años, marcharon con paso firme en el desfile escolar, agitando sonrientes la bandera de Panamá.

Al terminar su recorrido se formaron por grado e hicieron un juramento a la bandera. Luego cantaron el himno del colegio y el Himno Nacional. En ese momento, tuve que tragar duro para no llorar. Me sentí orgullosa de mis hijas. De su capacidad de adaptarse a su entorno y de aprender en pocas semanas las letras de unos cánticos que jamás habían escuchado y de los que yo todavía no puedo decir ni una estrofa. También sentí dolor porque de sus labios no salía el «Gloria al bravo pueblo».

Luego una maestra leyó: «La Patria la encarnan la saloma y el tambor, la tuna y la mejorana, los congos y los bullerengues, la balsería; y nuestro panameñísimo Canal». A punta de Google descubrí que la saloma es una especie de grito, que balsería es un ritual social de la étnica Ngöbe que involucra una pelea simulada, que un bullerengue es un baile cantado de la provincia de Darién.

Mis referentes culturales son distintos y nada en mí resuena con esas palabras, pero seguramente en mis hijas sí resonará. Los recuerdos de su país de origen se irán desvaneciendo con el tiempo y serán reemplazados por un espacio psíquico donde construirán un país idealizado con sus reminiscencias, fantasías y añoranzas. Su patria será la que vivan, transpiren y disfruten.

Todos tenemos un lugar en el mundo que nos hace erizar la piel y a mis hijas les tocará descubrir con sus vivencias cuál será el suyo. Sus partidas de nacimiento dicen que son venezolanas, sus pasaportes las hacen legalmente italianas y su carnet de identidad las autoriza a vivir permanentemente en Panamá.

Si nos toca quedarnos, espero que amen este lugar como propio. Espero que puedan mezclar en su alma lo mejor de sus padres y abuelos venezolanos, del nono siciliano, de la abuelita canaria, de los tíos y el primo brasileños, con  todas las enseñanzas y querencias de sus maestros y amigos pañameños. Serán multiculturales y espero que eso las ayude a transitar por sus vidas sin tantos prejuicios.

De las rivalidades entre países y del nacionalismo extremo nunca ha salido nada bueno y no quiero que la hiel del exiliado herido marque el camino de mis niñas. Venimos de un país escindido por el odio y aunque yo no estoy exenta de él, quiero que la inclusión y el respeto por los otros guie el norte de mis pequeñas.

Leo a diario en Facebook el dilema de los que se fueron, de los que se quieren ir y de los que nunca se irían de Venezuela. También veo comentarios xenófobos en Twitter que sólo empeoran la precaria situación de los venezolanos en el mundo.

En el mes de la Patria panameña, el orgullo aflora y los ánimos se agitan. A mí no me queda otra que sobarme callada mi herida del destierro, mientras aprendo la historia y las tradiciones de estos lares.

En pocos días, mis hijas desfilarán con el traje típico en otro acto del colegio. Las instrucciones de la profesora de flocklore fueron específicas: Hay que vestir basquiña, montuna salteña o pollera de lujo, pollerón de vuelo ancho, enagua o peticote, con sus respectivos tembleques y joyas (cadena chata).

Después de la paridera para descifrar qué significa cada cosa, dónde se compra y de la gastadera de dólares que cuesta mucho conseguir, Claudia y Sofía participarán en una coreografía del baile montuno santeño y se sentirán felices con nuestros aplausos y sus atuendos.

Cuando se me haga otra vez el nudo en la garganta, volveré a tragar duro.  Recordaré que decidí dejar mi país para buscar un futuro más amable para mis hijas y, sobre todo, porque desde hace mucho me sentía extranjera en mi propia patria. Extranjera soy, aquí y allá.

banderas de panama

Decenas de banderas panameñas ondean en noviembre la Ciudad del Saber. Foto de Así es Panamá.

ninas-empolleradas

Niñas panameñas «empolleradas». Fotos de MiPollera.com

Camino de Cruces: mi viaje diario por el túnel del tiempo

camino de cruces 2

Mariángela Velásquez Melo

Con frecuencia voy caminando a buscar a mis hijas al colegio. Aunque echar a andar en el calor húmedo de Panamá a la 1:30 p.m. no parece un plan atractivo, algo de la corta travesía me encantó desde el primer día. Se trata de un trayecto plano de 1.500 metros desde mi casa hasta la escuela por un acera asfaltada que tiene una zona boscosa de un lado y del otro una avenida de dos canales.

Los ñeques (Dasyprocta punctata) no se amilanan ante la hora pico y se aventuran a buscar comida cerca del camino. Estos roedores de pelaje castaño rojizo son como los hermanos gigantes del acure venezolano. Calculo que pueden medir hasta medio metro de longitud y tienen una actitud parecida a la de las ardillas. Con un ojo buscan dónde hincar el diente y con el otro vigilan que los humanos no traspasemos la distancia que consideran prudente para su supervivencia.

A esa hora también marchan en fila hormigas enormes que parecieran picar bien duro con pedazos de hojas a sus espaldas que duplican su tamaño. En la grama resaltan algunos grillos y uno que otro escarabajo con cuernos atemorizantes.

Pero mi fascinación creció hace un par de semanas, cuando me enteré que el kilómetro y medio que recorro al mediodía tiene una historia ancestral.  Las civilizaciones precolombinas descubrieron que era posible transportar personas y bienes entre el Mar del Norte y el Mar del Sur alternando caminatas y viajes en curiarias. Los españoles detectaron rápidamente la ruta tras la Conquista y la bautizaron Camino de Cruces. Por allí pasó una buena cantidad de la riqueza saqueada a los imperios precolombinos y del oro de las minas del Potosí en el Virreinato del Perú, que hoy se encuentran en territorio boliviano.

pancarta camino de cruces 1

Todavía no conozco mucho sobre el tránsito de las poblaciones prehispánicas por el Istmo. Pero hay publicaciones antropológicas que hablan del intercambio comercial y cultural entre las Antillas, el norte de Sudamérica y la costa pacífica de Centroámerica antes de la llegada de Cristóbal Colón.

El atajo encontrado por los precolombinos para facilitar el intercambio de bienes fue usado por los europeos como el camino corto para dilapidar a América. Eran 80 kilómetros de una ruta mixta que garantizaba transportar mercancía entre los Océanos Atlántico y Pacífico en un máximo de 15 días. Los pedazos complicados eran los terrestres,  pues el empedrado no se completó hasta el siglo XVII. Los otros trechos eran fluviales, navegando por el río Chagres.

El Instituto Nacional de Cultura colocó carteleras en uno de los puntos donde encontraron evidencia arqueológica del Camino de Cruces. Aunque recorro el lugar a diario, me costó ubicar el centro de información porque está detrás del estacionamiento de una moderna estructura donde funciona un bodegón de lujo, un conocido banco y una sucursal de la cadena de farmacias más grande del país. Una metáfora de la Panamá actual.  Desapercibidas por las decenas de consumidores habituales de la tienda de productos gourmet que resalta desde la carretera, yacen las pancartas que resumen en pocos párrafos un historia con una repercusión inmensurable para América.

El Inac relata que en el Camino de Cruces se construyó una aduana que luego se convertiría en uno de sus principales lugares de recaudación y control de bienes del Nuevo Mundo. Panamá se consolidó como un lugar clave del paso de mercancías, personas y metales preciosos desde América del Sur hasta España.

Los malhechores también quisieron apoderarse del Camino. En 1671, el pirata Henry Morgan atacó la ciudad, dejándola en ruinas. Los habitantes reconstruyeron Panamá en el llamado sitio de Ancón, y el Camino de Cruces recondujo su salida hacia el Pacífico por el río Curundú.

El interés por el intrincado paso interoceánico renació durante la fiebre del oro de 1830. Estados Unidos estableció rutas marítimas que conectaban sus costas este y oeste con Panamá.  La construcción del Ferrocarril y el Canal de Panamá tardaría décadas, así que los metales preciosos extraídos de California llegaron a Nueva York por el engorroso Camino de Cruces.

Hoy parte de esa historia está sepultada bajo los cimientos de grandes desarrollos urbanísticos que proliferaron en las áreas revertidas después de que los estadounidenses entregaron sus zonas militares y el Canal. Me cuentan que el Camino de Cruces pasaba justo por los jardines del colegio de mis hijas y las áreas verdes de la Embajada de Estados Unidos y sigue hasta donde hoy se encuentran las Esclusas de Miraflores del Canal de Panamá.

Mientras leo y averiguo, paseo por esa senda con la imaginación encendida. Veo caciques haciendo pactos, mercenarios asaltando mineros, damas enmantilladas sofocadas en sus aparatosos trajes en su viaje de regreso a la corte, funcionarios reales cobrando diezmos, esclavos abriendo trochas, militares repasando sus tácticas de guerra, todos mezclados en un túnel fantástico del tiempo en la calle que transito a diario y que resultó ser la franja de tierra más estrecha del continente.

Los ñeques abundan (foto de La Prensa de Panamá)

Los ñeques abundan (foto de La Prensa de Panamá)

grillos

Lo que antes eran sabanas ahora es una zona boscosa

Lo que antes eran sabanas ahora es una zona boscosa

Mi primera mirada al vecindario

Los jardines sin paredes buscan promover respeto por el ambiente y unidad entre los vecinos

Los jardines sin paredes buscan promover respeto por el ambiente y unidad entre los vecinos

Mariángela Velásquez

Esta es la primera vez que escribo desde que llegué a Panamá hace tres semanas.  Me agrada la vista que tengo desde mi nuevo estudio. Un amplio patio sembrado de grama, palmas y árboles ornamentales forman el jardín colectivo de unas seis casas del vecindario.  Reconozco que siento algo de extrañeza al no estar rodeada de rejas electrificadas ni altas tapias. Pero no me siento expuesta ni desprotegida. Cada quien cuida y disfruta del área que le corresponde en una especie de límite psicológico que permite respetar la privacidad del vecino sin necesidad de romper la armonía del espacio natural.

Vivo en una calle residencial en Clayton, una zona ubicada al oeste de la capital, muy cerca de las Esclusas de Miraflores del Canal de Panamá. Aquí el Ejército de Estados Unidos concentró sus operaciones desde comienzos del siglo pasado y se instaló la sede del Comando Sur a partir de la Segunda Guerra Mundial.  Cuando exploro mi nueva urbanización sé que está cargada de historia y me emociona pensar que tendré el tiempo para descubrirla.

Como hija de trabajador petrolero estoy familiarizada con el diseño de las zonas donde los estadounidenses albergaban a sus ciudadanos expatriados, quizá por eso una parte de mi se siente en casa. Después de la nacionalización del petróleo en los años 70, los empleados venezolanos de Pdvsa y sus familias vivimos en las casas construidas para los obreros e ingenieros estadounidenses.  Con las características específicas de cada lugar, tanto aquí en Panamá como en Venezuela, los espacios controlados por los estadounidenses fueron microcosmos planificados al milímetro en medio de pueblos y ciudades que no contaron con recursos para crecer organizadamente.

A mi me causa sentimientos encontrados. Por una parte valoro el legado extranjero, aunque resiento la exclusión de la población local. En mi primera visita a Panamá cuando era una niña pude ver a los enormes barcos pasar a pocos metros de mi por el Canal. Mi tío Víctor Ramón Velásquez era el agregado militar de Venezuela en el istmo y transitábamos por las zonas militares sin problemas. No entendía entonces que los lugares que visitaba como turista en compañía de mi tío estaban vetados para el ciudadano común. Por cosas del destino, hoy vivo en una de esas zonas y me alegra que los panameños ejerzan la soberanía sobre todo su país..

Todavía no conozco el año de construcción de la casa donde vivo, pero calculo que debe rondar la década de los 50. Imagino que mi casita estuvo asignada a militares de mediano rango que traían a sus familias, porque es una estructura sencilla dividida en 4 unidades habitacionales espaciosas y funcionales. Dos en la parte alta y dos en la planta baja. Lo que da vida a los llanos edificios neoclásicos es la abundante vegetación que los rodea y por los coloridos parques infantiles que hay en todas partes.

El verdor no es fortuito. El suburbio es conocido como Ciudad Jardín y fue diseñado por el arquitecto Patrick Dillon como parte del amplio complejo militar donde llegaron a vivir hasta 10.500 efectivos.  Gracias al Tratado Torrijos-Carter , el Canal y todas las zonas militares pasaron al control panameño y todas las instalaciones pasaron a formar parte de las llamadas «Áreas Revertidas». La mayoría de las viviendas fueron vendidas a ciudadanos panameños y  las grandes estructuras fueron asignadas a ministerios.

Lo que me encanta y me asombra es que 15 años después de la partida de los gringos, los panameños han logrado mantener una zona donde viven familias y funcionan organismos públicos en completa armonía, sin la rígida supervisión de un ordenamiento militar.

A 20 metros de mi lavandero está el estacionamiento de la Caja del Seguro Social, un enorme edificio donde funcionó el Hospital Militar. Nuevamente, entre los carros de los empleados del seguro y mi lavadora no hay alambres ni muros. Sólo una colinita donde mis hijas juegan y recogen hojas y ramas después del colegio. Nunca he escuchado un cornetazo ni he visto a nadie extraño acercarse a husmear o a robarse el jabón o los juguetes de las niñas.

Un transeúnte despistado no haría mayores distinciones entre mi calle y la contigua. Pero al mirar con detenimiento hay una diferencia abismal. La arquitectura de las casas es la misma, pero en la calle de al lado funciona al menos una docena de organismos no gubernamentales, ministerios y empresas privadas en una calma pasmosa.

En una vía sin salida de unos 200 metros operan la Asociación Panameña para el Planeamiento de la Familia, Aid for Aids, el Organismo Internacional de Seguridad Agropecuaria, el Proyecto de Desarrollo Educativo entre el Ministerio de Educación y el Banco Interamericano de Desarrollo, la Unión Nacional de Corredores de Aduana, la administración de las Áreas Revertidas y varias oficinas del ministerio de Economía Finanzas.  Me sorprende la tranquilidad y la limpieza del lugar.

Me atrevería a asegurar que los empleados públicos son más eficientes al trabajar en un lugar agradable, apacible, mirando flores a través de su ventana.

Como toda recién llegada, es fácil acostumbrarse a lo bueno, a lo grato. Tomo agua del grifo porque me aseguran que es la más pura de la ciudad. Proviene de un sistema de acueductos exclusivo del antiguo Fuerte Clayton que se alimenta del embalse de Miraflores.  Duermo tranquila, en la planta baja de un casa sin rejas. Mis hijas tienen espacio donde correr, jugar y vivir como niñas. Me falta mucho por descubrir y tengo mucha conciencia de mi lugar como extranjera. Sobre todo, como parte del éxodo de venezolanos que comienza a incomodar a muchos sectores de la comunidad panameña.

En lo sucesivo intentaré relatar esta bitácora de lo que vivo como un exilio, aunque no fui expulsada oficialmente y no tengo ningún problema legal en mi país. De mi nuevo país de residencia no tengo ni una queja, sólo agradecimiento. Panamá ha sido un país generoso conmigo y mi familia y nos ha recibido con los brazos abiertos. Sólo me queda aprender, respetar y contribuir.

Mis hijas juegan en uno de los parques del vecindario.

Mis hijas juegan en uno de los parques del vecindario.

En algunos sectores de la Ciudad Jardín de Clayton funcionan ONGs, empresas privadas y ministerios

En algunos sectores de la Ciudad Jardín de Clayton funcionan ONGs, empresas privadas y ministerios

Sede del Organismo Internacional de Seguridad Agropecuaria.

Sede del Organismo Internacional de Seguridad Agropecuaria.

20141010_080306

Los aduaneros también operan en las Áreas Revertidas

Aquí se administra los edificios y áreas verdes revertidas por Estados Unidos a Panamá en 1999.

Aquí se administran los edificios y áreas verdes revertidas por Estados Unidos a Panamá en 1999.

Sede de la Conferencia Episcopal.

Sede de la Conferencia Episcopal.

Mirada frontal de la Caja del Seguro Social que funciona en el antiguo Hospital Militar.

Mirada frontal de la Caja del Seguro Social que funciona en el antiguo Hospital Militar.

Aid for Aids

Aid for Aids

La prensa es distribuida en la puerta de las casas.

La prensa es distribuida en la puerta de las casas.